de ABRIL



ÁRBOLES




I

Semejaba pender ocioso
del crepúsculo, derivando blandamente
en su ceniza melosa
sobre la breve llanura oscurecida,
dando cobijo a los últimos pájaros
que pincelaban la penumbra,
ocupando aún un puesto relevante
contra la loma extrañamente empolvada
y como flotante al imitar el protagonismo
de aquellas nubes de las seis.

Aún se demoraba el contraste
de su silueta, ya punteada por encima,
con el espacio abierto detrás de él,
y la loma y el cielo en último término.

Poco a poco se hundía tremolando,
concentrándose en la copa,
o se doblaba de repente en dos
sobre su base, y la noche,
ya cerrada, parecía hueca
–como un paisaje iluminado–,
y su centro de atención ahora
se encontraba detrás de mí,
desde mis talones
hasta las sombras del día anterior,
sin sentido.




II

La lectura del que no sabe leer,
en un día de invierno,
contra el blanco lechoso,
la clave aterida
de las líneas del árbol,
que no proyecta sombra,
destacándose sólo la elemental simetría
que existe con el observador.

Y el que advierte la clave
que, más atento, él mismo introduce
en la imagen, con un suspiro
se atarea enfatizando matices,
y mintiendo, sin fingir, nuevos tonos.




III

Alza el árbol tras la lluvia
su estructura de brillos quebrados,
acuchillando inmóvil la lejanía
de lienzos cenicientos, estremecidos
de aquella tímida claridad
que con suavísimo empeño
va a blanquearlos.

      O cuando
lo desdibujan por contagio
y no hay tal altura,
y veo quizá en el contraste
algo que está dentro y fuera del tiempo,
porque nunca ha tenido color
el cielo,
como al presentirse
algún paisaje de Yeats (el frío
amable de Irlanda).

Y esos otros, enjutos,
sarmentosos, de áspera corteza
y perfiles sucios, con tres pájaros
atónitos y una como resaca
de haber sido mirados mil veces
en domingo.

Entre sus ramajes asoma
el pedregal de la ladera
de tierra roja.

La resaca de éste es lunar,
y la cresta que lo corta
no tiene filos.
Es hermoso:
su neblina tapona mis oídos.





IV

La brisa moduló el frío.

Con fragmentos de frases olvidadas
emborronó la presencia del árbol,
tiempo desapacible removiendo la memoria.

Las hojas rompieron su sujeción de alfileres,
temblaron sin murmullo,
balancearon su inmovilidad
sin deleite, entumecidas,
envaneciendo y fatigando a la luz.

Tersa, blanca, continua, la mañana
adosó los ramajes a su silencio
pasmado, y una bandada
cruzó ajena, complementándolo;
y el árbol se enternecía.




V

Tierra baja,
       con tu niebla
entre matojos que se desplazan.

Un gris creciente entibia al campo,
entibia a la niebla niña,

al árbol satélite
que susurra a la aurora
y despide a la noche flotante.




VI

            Amo las alamedas de árboles
            encorvados y sombríos
(Coelho Pacheco)

Tan reales como irreales,
los parques recónditos y aislados
y las ensoñaciones juveniles
en que aún se asientan tantas veces,
aunque ya no atraviese sus susurros
entrañables ni sus sombras amadas
aquel paseante taciturno, que hallaba
alivio a su abstraído desasosiego
en tales árboles encorvados y sombríos.

Es ahora otra soledad de la mirada
la que puebla esta soledad,
espacio no tan íntimamente hermoso,
no tan secretamente vasto y gozoso
cuanto inerte, porque las horas
lentamente van olvidando la herencia
de aquellas otras horas solitarias,
y van aposentándose, una a una,
en sus dignidades ya definitivas.








© José L. Fernández Arellano

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